Cuando sus ojos estaban a punto de romperse oyó la voz de su madre que solicitaba con urgencia su presencia. Bajó las escaleras con decisión, cumplió con su madre y volvió a su habitación; el pájaro ya no estaba. Dejó la ventana abierta pero no volvió a verla. Durante días enteros esperó ansioso su regreso, y cuando ya no tenía esperanzas de volver a mirarse en el fondo de sus ojos ocurrió algo que confirmaría sus sospechas.
Era de noche, su padre acababa de llegar a la casa más cansado, aterrado con el mundo y violento que nunca. El niño no recordaba haberlo visto de esa forma antes. Su ropa despedía un cúmulo de olores: “todos los bares y sitios de la ciudad se pegaron a su piel”.
El niño cerró la puerta con una violencia tímida y asustadiza y se quedó paralizado. Entonces, lo vio: el inmenso pájaro estaba parado de pie junto a la ventana. Intentó acercarse a éste pero al hacerlo voló hacia el sol. Y, sin saber bien cómo, el niño se vio a sí mismo surcando los aires, huyendo de esa vida que no le depararía más que lamento y tristeza.
El sol se había puesto y sus padres continuaban gritando e incendiando la casa: demasiado ocupados en sus asuntos como para pensar en ese niñito que ya se iba, que dejaba el tiempo de infancia para siempre.