Que las exportaciones hayan crecido es una gran noticia, pese a que su recuperación tuvo que ver con sectores extractivos como el hidrocarburífero que subió un 24% y el minero que creció un 19% gracias a la mejora de precios, pese a que su volumen conjunto cayó más bien un 4% comparado al 2016. Esto es lo que se llama un ‘efecto precio positivo’ a diferencia de lo que ocurrió los dos años precedentes cuando las ventas externas -pese a registrar un mayor volumen- reportaron un menor ingreso de divisas por los bajos precios.
La nota dolorosa la dieron las exportaciones no tradicionales -agropecuarias, agroindustriales, forestales y manufactureras- con una estrepitosa caída de más de 700.000 toneladas, atribuible principalmente el complejo oleoproteico de la soya y sus derivados, producto del embate del clima y las plagas (lo que podría mitigarse con la autorización del pleno uso de la agrobiotecnología).
Otro aspecto preocupante fue la composición de las exportaciones ya que más del 80% sigue basado en recursos naturales, extractivos y no renovables, haciendo que Bolivia -como tomadora de precios que es- sonría cuando estos suben, pero tiemble cuando bajan. Tan indeseada dependencia y vulnerabilidad solo se superará cuando nuestro perfil exportador se balancee de una mejor manera con más productos no tradicionales y mayor valor agregado; asimismo -como propone el ex presidente del IBCE, Lic. Tomislav Kuljis Füchtner- cuando Bolivia apueste fuertemente por la economía de servicios, entre ellos el turismo receptivo (para lo cual el hub aéreo de Viru Viru vendría muy bien).
El presidente del BCB dijo recientemente que al motor de la demanda interna se sumará en el 2018 el motor externo para dinamizar la economía (“Mercado externo ayudará al crecimiento económico”, CAMBIO, 11.2.18). Dios quiera que sea así por el bien de las Reservas Internacionales Netas y la estabilidad de la moneda (en función de ello, consagrar la libre exportación, sería muy inteligente).